Así pues, en estos manuales se describía todo un código sobre la exteriorización de la viudedad; en primer lugar, los moralistas se preocuparon por la correcta forma de expresar su dolor. Vives, como la mayoría de los tratadistas, en su Instrucción de la mujer cristiana consideraba que era bueno que la viuda llorase:
La buena mujer, muerto su marido, sepa haber recibido el mayor daño y perdimiento que venir le podía [...], causa en verdad de justo dolor de honestas lágrimas y de llanto no digno de reprehensión. Mi fe, yo no sé qué señal de bondad es no llorar al marido muerto.
Entierro en Ornans
Pero este llanto debía ser comedido y sincero. Francisco de Quevedo se encargó de criticar y ridiculizar tanto a las plañideras, como a las viudas que lloraban para guardar las apariencias. En El mundo por de dentro denunciaba la falsedad que acompañaba los lamentos de una viuda y sus amigas:
Oye; verás esta viuda, que por defuera tiene un cuerpo de responsos, cómo por de dentro tiene una ánima de aleluyas; las tocas negras y los pensamientos verdes. [...]. Con hablar un poco gangoso, escupir y remedar sollozos, hacen un llanto casero y hechizo, teniendo los ojos hechos una yesca [...]. Y advertid que el día de la viudez es el día que más comen estas viudas, porque para animarla no entra ninguna que no le dé un trago, y le hace comer un bocado.
Por otro lado y, acorde con la creencia en la vida eterna, la Iglesia condenaba los llantos excesivos. De esta forma, las viudas debían ser discretas en sus lamentos, pues no podían olvidar la verdad de la Resurrección. Al fin y al cabo, si su esposo había sido piadoso descansaría eternamente. En palabras de Vives:
Llore, pues, la viuda a su marido con verdadero dolor, mas no de voces, no se dé golpes con las manos, no se lastime ni se haga mal, [...] conozcan las otras su dolor sin que ella lo quiera mostrar. En conclusión, deje los ademanes, y quédese con las lágrimas honestas y llenas de caridad. [...] Ponga en su corazón la mujer desconsolada ser nuestras almas inmortales, y esta vida mortal ser carrera para otra que es eterna, estábile y felicísima.
En resumen, la imagen de la viuda virtuosa iba asociada a aquella que supiera mostrar su pérdida de forma comedida y sincera. Pero la mujer no sólo debía llorar la falta de su compañero, también debía honrar su memoria. Los autores encontraron para las viudas de su época modelos perfectos en la Antigüedad: como Artemisa la cual, tras erigir un templo en memoria de su marido, el rey Caria Mausoleo, bebió las cenizas del difunto dándole así sepultura eterna en su propio cuerpo; o la virtuosa Antonia, mujer de Druso, quien, tras la muerte de éste y con sobria austeridad, decidió dormir siempre junto a su suegra; y, finalmente, Penélope que, sin ser viuda, se comportó como tal guardando la ausencia de su marido durante veinte largos años. La Cristiandad, por su parte, también ofrecía grandes ejemplos: como Judith que, tras enviudar, apenas salía de su casa, ayunaba todos los días y llevaba un cilicio sobre su cuerpo; o Santa Irene, otra muestra de gran piedad cristiana.
Pero las viudas de la Edad Moderna tenían a su disposición instrumentos menos dramáticos para honrar la memoria de sus esposos: las honras fúnebres. La mujer del difunto era consciente de que su buen nombre en la comunidad dependía de lo memorable que fuera la despedida ofrecida a su esposo. Así, a medida que a lo largo del siglo XVI y XVII estas 'muestras de amor' fueron complicándose, el clero manifestó su preocupación por el fuerte desembolso que realizaban las viudas en el último adiós a sus maridos. En Irlanda, por ejemplo, la vigilia fúnebre superaba los gastos de un banquete nupcial pues la viuda, aunque a penas se lo pudiera permitir, ofrecía a sus vecinos un costoso entretenimiento público. Finalmente fue el Estado el que intervino a través de sus leyes suntuarias. Sirva de muestra las diferentes pragmáticas en contra de los excesos en los banquetes, en los gastos en cera y en los lutos decretadas por las Cortes navarras a lo largo del Quinientos y Seiscientos (Cortes de Tudela de 1558 y 1565, Cortes de Pamplona de 1572 y Cortes de Corella de 1695). Como con el llanto, Vives se mostró en contra de tanto exceso:
Créame la viuda que la verdadera honra está en la memoria de las personas, no en la pompa de los enterramientos ni en los sepulcros de mármol [...] que todos ruegan a Dios sobre la sepultura del bueno, por humilde y pobre y baja que sea.
Pero esta reiteración en consejos y leyes no hace sino evidenciar la actitud de las viudas; si tenía que escoger, una mujer que acababa de perder a su marido prefería ver peligrar su hacienda antes que su reputación.